viernes, 19 de junio de 2009

Enzo Francescoli


El plástico, por Juan Sasturain (Wing de metegol)



Jugaban River y Colón. A los cinco minutos, el Indiecito Solari maniobró a diez, quince metros de la línea de fondo por izquierda, amagó para acá, quebró para allá y puso el centro paralelo y alto con parábola corta a la altura del primer palo. Francescoli –estaba libre, de cara al origen del envío, equidistante entre espectadores de camiseta rojinegra- y no saltó: se elevó que es otra cosa. Cuando el cuerpo llegó al punto máximo de distancia con respecto a la gramilla del Monumental, en ese instante de inmovilidad previo a comenzar el descenso, la pelota le llegó.


Intersección plena (nada de ceja, de oreja, de nuca y mucho menos de hombro): frontal/parietal derecho y giro de un poquito más de cuarenta y cinco grados –algo más de cincuenta, incluso- de izquierda a derecha y con leve inclinación hacia abajo para que la pelota se abriera en ángulo obtuso ( con perdón de la palabra) y con parábola descendente, de modo tal que picase cerca de la línea de gol e inmediata al poste más lejano, inalcanzable para el manotazo de Leonardo Díaz. Gol.




En circunstancias similares, antiguos bailarines airosos como Rubén Bravo o el otro Rubén, el divino Marqués Sosa –jugadores de Academia en el mejor de los sentidos-, solían realizar un movimiento ascendente similar, con giro brusco de cervicales equivalente, pero con una resolución coreográfica distinta, algo más contenida: mantenían los pies juntos, tobillos contiguos, no separaban demasiado los brazos del cuerpo. El giro apenas si involucraba a los hombros.




Lo de Francescoli ante Colón fue más expansivo, pero igualmente armónico: separó las piernas casi al máximo mientras subía, al mismo tiempo que los brazos acompañaban con un aleteo la torsión del torso que para eso está, para sumar fuerza al impacto. Pero claro que no aterrizó desparramado.




Cuando volvió a tomar contacto con el césped (no es fácil precisar si la pelota ya estaba adentro o iba en camino) ya estaba armado otra vez como solía Nureyev después del vuelo. Cayó sobre las puntas y salió a celebrar entre ovaciones. Algún purista podría objetar que se despeinó. No sería justo: desde la terrible escena final de Bonnie and Clyde y el Shock de Susana Giménez con sus secuelas de innumerables publicidades de shampoo, la cámara lenta le ha dado un indudable prestigio estético al movimiento armónico del pelo revoleado. Y en el gol de Francescoli, repetido, repetido, repetido y repetido por televisión, el pelo acompañaba a la pelota en la salida como si la despidiera con una mano tendida desde la cabeza. El borrón del pelo, en esas repeticiones ralentizadas al máximo, dibuja el movimiento, la dirección, como el viento en la llama, como las rayitas que acompañan los dibujos de historietas. Eso es: dibujado en el aire.




La palabra para definirlo es plástico. Francescoli es plástico. Hay muchos que son “de” plástico, carecen de buena madera; hay otros que son plásticos como lo es la plastilina, lábil, fácil de deformar y que sirve mucho para nada.




El señor Francescoli es plástico en el sentido estético, lo que se entiende por forma armónica, en reposo o en movimiento. Una manera digna de usar y de poner el cuerpo: cuando entra al campo, erguido y estatuario; cuando distribuye peso y equilibrio en una volea; cuando festeja sobrio, sin trabajo de coreografía; cuando saluda y levanta le brazo agradecido sin obsecuencia; hasta cuando le pegan cae como se debe... Por eso, cuando se está yendo, lo queremos congelar; pero no como a un indeseable Walt Disney. Que quede la imagen congelada de Francescoli para que venga un Leonardo –no Leonardo Díaz, precisamente- y establezca proporciones, saque medidas, dibuje el Modelo.




Para que Chona disfrute de este texto imperdible en todo los sentidos.

miércoles, 17 de junio de 2009

Ayrton Senna da Silva


Las llamas de la archirrivalidad ardían en el Maracaná y dos de los equipos "mais queridos do brasil", Flamengo y Vasco, protagonizarían otro memorable clásico tritura gargantas.
Aquel coro al únisono acaparaba toda la atención y provocaba el crecimiento de ese fuego previo al cotejo. Inusual por varios factores: no se trataba de una figura consagrada, ni de una joven promesa de algún club o de la “verdeamarela”. Ni siquiera de la presitgiosa y gran perla negra.
El griterío, con alaridos desmedidos y aplausos iracundos, fue el improvisado adiós a la única persona capaz de lograr la adhesión popular futbolera siendo ícono en otro deporte. El indicado para poner un freno al espectáculo de la redonda sin sacar el pie del acelerador: Ayrton Senna.

Ese pequeño "de papai" fanático de los kart tomaba el primer papel del casco y descubría su exclusiva posición en la parrilla de largada de aquella carrera por el gusto. Su talento y suerte daban el sí y juraban quedarse tanto en la prosperidad como en la adversidad y se adherían por completo a ese "menino" que comenzaba una estrecha amistad con el uno.


A partir de allí siempre largó primero de cabeza y de alma para poder trasladarlo al resultado que arrojaba la grilla. Su arriesgado célico celestial en la pista y su timidez bajo el monoplaza llenaba de incógnitas el entorno de este misterioso personaje que ya había conquistado el campeonato de la Ford Británica con su dinámica y era observado por Frank Williams, que acabaría siendo su último jefe de equipo.

Iluminado por la velocidad y dominando con una destreza sublime, gracias a los kart, los recorridos bajo lluvia logró encontrar la fórmula del éxito y la fórmula uno...que ya lo esperaba. Se disfrazó de rayo durante el intenso aguacero entre el mar mediterráneo y la riveira francesa que lo catapultó a su primer podio y mostró el fragor de su estruendo durante la inverosímil tormenta en Estoril que le facilitó el gran premio y la comodidad en la máxima categoría.

Pole position en la vida no mermará su rendimiento ni aunque se le adjudique un romance con "la reina de los bajitos", sostendrá con dureza que el segundo es el primero de los perdedores y pecará una vez más en la presteza de su aceleración que le brindará tres alegrías mundiales (1988, 1990 y 1991).

Pastor meteórico bermellón guiará ovejas metalizadas que lo seguirán siempre a la zaga y se rendirán ante el poder de su implacable prédica de la perspicacia. Damon Hill, Alain Prost y Nigel Mansell, sus corderos más rebeldes, lo añorarán y contarán pastores por las noches para poder dormirse.

Se regodeará con un pasaje de la biblia antes de convertirse en el "monster of the rock" del trazado de Donnington Park, hablará con dios en la curva de Eau Rouge en Spa-Francorchamps y le pedirá fuerzas para no perder la calma y propinarle ese puñetazo a Eddie Irivine en Japón, que fue inevitable.

Una vuelta demás en la prueba y una declaración descolocada en Imola, previo al Gran Premio de San Marino explotarán en desconsuelo en plena carrera durante la curva de Tamburello cuando su coche ya esté destrozado, el daño de su cabeza sea irreversible y la bandera en el interior de su auto en homenaje al fallecimiento del austríaco Roland Ratzenberger sirva para secar las lagrimas de una nueva tragedia que se llevaba en menos de siete vueltas al mejor piloto del mundo transformado en poster y mito.


Lo ulterior es historia: un funeral masivo en Morumbi, llantos, por qués, traumas y el habitual egoísmo por la desparición física del astro de los cambios y las cuatro ruedas. Ese espíritu carente de vacilaciones de Senna, incluido el deportivo, se instaló en el joven piloto alemán llamado Michael Schumacher que casualmente venía detras suyo luego del accidente. La naturalidad en los desplazamientos, las posteriores consagraciones y los récords que rompió aquel sigiloso testigo del hecho, lo avalan.


Mientras tanto Beco, como lo apodaba su papá, aprovecha el "face to face" que nunca tuvo con Dios que aún se burla de la frustración de sus rivales y le pregunta al ritmo de las notas de "you` re simply the best" si el mejor piloto con el que se había enfrentado fue Fullerton en kartings o tan sólo lo había dicho para que Prost todavía no pueda dormir.




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