martes, 26 de julio de 2011

MI MAMA TENIA RAZON

La autocrítica es tal que me atrevo a desafiarme con rebeldía. A refutarme los peros, los por qué y los callate que alguna vez supe despacharle con total desdén. Porque ella estuvo siempre, firme...a la derecha de mi ceguera. Intentando no romper del todo con mi utópico mundo del fútbol y de cualquier otro ámbito, aportando bocadillos crudos, reales y sensatos a lo largo de todos mis abriles. Me juzgo y auto condeno por la subestimación, por la sublevación de mi soberbia que no reparó en procesar su cuerda de sobra, que siempre aportó para el amor, y su percepción al blanco. ¿Qué sabe ella de fútbol? Evidentemente mucho más que yo.

Sabido es que todos los seres humanos tienen, además de los cinco sentidos tradicionales, un sexto. Sin embargo, las mujeres logran desarrollarlo más que los varones por enfrascar mayor observación, emoción y sensibilidad. Mientras el hombre intenta buscarle una explicación coherente a todo lo que sucede, el sexto sentido de la madre se activa y actúa en consecuencia, alarmando previamente al golpe seco de la cabeza contra la pared, que siempre nos terminamos dando: "Está todo arreglado. No es más que un negocio".

Crecí bajo la corrupción de mi país en muchos ámbitos, siendo consciente de que el fútbol a nivel mundial tenía dos caras y que en la Argentina no debía ser distinto. Mamé el fútbol sabiendo que era un gran negocio, pero antes que todo era fútbol. Maldigo mi ingenuidad y mi profundo amor por este deporte que me cegó a tal punto de ver lo que yo solo quería ver (pureza). Maldigo aquel atisbo de esperanza y mi estupor con todo lo ocurrido con River. Maldigo mis loas a la limpieza por el descenso menos esperado, maldigo haber creído que todo iba a quedar así y haber confiado en el fútbol argentino.

"No puede descender", deslizó con sapiencia. ¡Que sabiduría! No, evidentemente no. No puede descender River, ni Boca, ni Independiente, ni siquiera Racing y San Lorenzo (otra vez)...sólo desciende el prestigio de un conductor obsoleto y mi credibilidad en algo que me acompañó toda mi vida.

Confié como un adolescente enamorado y me llevé la peor decepción. Si hubiera resuelto antes que mi historia con el fútbol podía compararse con cualquier otro romance ordinario, tal vez hubiera escuchado a Mamá y el final no tendría un texto como desquite, ni la bronca como yapa; pero son supuestos.

Porque entiendo que no es su culpa, pero me lastimó igual. Porque algo se quebró y es irrevocable. Porque ese Don que tiene el don de suegro punzante logró separarme de uno de los amores más grandes de mi vida. Porque para muchos esto habrá sido un archivo adjunto a tantos otros, pero no para mí. Hoy rompo con el fútbol y no por él como deporte en sí. No corto nuestra relación, porque las cosas anden mal, ni mucho menos...todo lo contrario. De hecho nos llevamos bárbaro, pero tengo que abandonarlo. Su entorno me rompió el corazón.

Y sé que no podré olvidarlo de un día para otro...que todos los domingos voy a sentir ese cosquilleo al verlo, pero lo nuestro no pudo ser. No quiero argumentar la ruptura. Estas líneas son sólo para notificar la separación y la procesión va por dentro, porque él sabe todo lo que opino acerca de su entorno, sabe que se está dejando llevar y manejar por gente inepta, que lo único que hace es arruinarlo; y también se sabe tan superior a todos los otros deportes que ni siquiera le importa.

No espero olvidarme de él, no me siento capaz...pero tampoco puedo seguir mintiéndome; y aunque me duela en el alma no quiero estar más enamorado del fútbol. De este fútbol egoísta, de la mamada de los dirigentes, del silencio de los periodistas, de las tapas de Olé, de la amenaza a Pezzotta, de la supuesta promesa a TyC, de ningún apertura, de ninguna clausura, de la ejemplificadora quita de puntos a River, de los tejes del gobierno, de los manejes federales, de la mar en coche y de Don Julio que lo prepara y Agosto se lo lleva...Chau fútbol, buena vida. Sé que vas a poder seguir viviendo sin mí. Me pregunto si al revés será posible. ¿Qué opinará Mamá?

lunes, 23 de mayo de 2011

PATRIMONIO FEDERAL





Ricardo Alvarez es nuestro. No me interesa que su patronímico apellido con descendencia europea sea de la rama más antigua de Asturias, tampoco la versión de los Alvarez de León y muchísimo menos que su nombre sea de origen netamente germánico. No me interesa con este Ricardo Alvarez en particular, con el de Vélez. Con el desfachatado alfiler de "La Paternal" que no es argentino porque es "argento", que es lunfardo por atorrante y atorrante por papi fútbol. Ese que para llegar a primera, made in Caballito, Parque y Boca Juniors, padeció el síndrome Lio Messi, se bancó la pandilla canterana completa y debió encapsular su explosión hasta el 2011, luego de un partido para el desgarro contra Independiente en 2008.






El flaco desgarbado que tiene la rabona en el hipotalamo, el cuero en el esófago, el don natural de zigzaguear hasta su alma y...un pie afuera del país. Aquel que por el solo hecho de ser Ricardo es poderoso pero que se encarga de ratificarlo cada domingo con su alma de cafirulo caradura, manejando la orquesta velezana de Gareca al compás de algun que otro pícaro eslalon de muñecos. El p.b.t que no es ningun Pan Blanco Tostado, que mas bien por ser de Viena tiene futuro cogotudo en Europa y que, de hecho, ya habría firmado un precontrato bacán con el equipo inglés que lo quiere en su poderoso Arsenal. El diamante que en bruto suena ordinario con pasaporte en mano y destino de crack que nos quieren arrancar y adjuntar a la precoz lista de los entrañables no emancipados. Ese que no quiero que sea Real, ni Culé, ni pise el Camp Nou. Que no sea ni Red, ni Blue, ni White, ni Old, ni Young Trafford. Ni siquiera Internacional, romano o salame de Milán. Lo quiero acá, en Liniers y con escarapela. Lo quiero acá egoísta y argentino como yo. Por eso el arranque imperativo, el brote colérico, la exacerbación y la bronca, porque indudablemente su coraje tiene fecha de vencimiento federal y, con apenas 38 ingresos por el túnel y 23 porotos, el osado tiempo se atreve a pasar y se agota. Porque ese metro ochenta y ocho de fútbol sin chamuyos, ni triquiñuelas para lonyis abandonará el ocaso de Belgrano y dejará de compartir su polifuncionalidad, su exquisitez, su plasticidad y el endiablado uno contra uno del Siglo XXI para tan sólo regalarnos míseras y Monumentales exhibiciones esporádicas... y vaya a saber uno cuando y como lo devuelvan.




Por esta falta de exclusividad, por este drama que me quiero hacer y por el cuento que nos quieren vender lo plasmo por escrito, lo estampo con furia, con firma y sin tapujos, porque es lo único que puedo hacer: Ricardo Alvarez es nuestro. Lo leo, no me alcanza y me sobra nostalgia, porque por ahí sangra mi herida, la herida nacional de Ricky Maravilla, del que ni siquiera pudo aferrarse a la Celeste y Blanca que ya se la tuvo que sacar. Del cianta-puffi fanático de Sabina, de Román y de Zidane, que siendo coherente a su forma de vivir el fútbol y a los tiempos que corren nos duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks.

jueves, 28 de abril de 2011

INDEPENDIENTE, MI VIEJO Y YO



“Mirá que esta noche es el partido”, me dijo él.
Hizo bien porque uno, a los cinco años, no tiene una conciencia cabal de la periodización del tiempo. Como mucho distingue el sábado y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y papá se queda en casa a jugar con uno. Pero con los otros días y las otras noches, la cosa se complica. Por eso sin la advertencia de papá, hecha con el beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado por alto la infinita importancia de esa noche.
Los preparativos fueron los de siempre. Mientras él encendía el Stromberg-Carlson con suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mamá la ropa apropiada para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto, aduciendo que era invierno y que hacía mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio que los jugadores juegan con pantalones cortos, y al aire libre. Una salomónica intervención de papá desempantanó por fin el pleito: con pantalón corto, pero sentado cerca de la estufa de kerosene del comedor. Después me puse la camiseta roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosido en la espalda, igualito que Daniel Bertoni.

Papá, mientras tanto, iba trayendo la colección de trapos rojos que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un pulóver, un par de camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que adornaba la pared, varias de las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro rito ornamental y futbolero.
Cuando llegué, rigurosamente ataviado con los colores reglamentarios, me llené los ojos de banderas rojas. Lo único que nos faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha.
Papá se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mi me parecía un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero él prefería verlo con su bata de siempre, calzado con sus chinelas ruidosas, con el paquete de Kent y el cenicero, pobrecito, para fumarse los nervios uno por uno.
Mientras daban las últimas propagandas, y antes del aviso de “minuto cero del primer tiempo, es tiempo para una ginebra Bols” (o cosa por el estilo) que marcaba la hora señalada, papá se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones demasiado abruptas.

Me miró como me miraba siempre que tenía algo importante que decirme, con una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de sonrisa iluminándole los ojos. “Mirá, tipito –empezó, porque él me llamaba de esa manera cuando teníamos que aclarar cosas importantes-, que la cosa viene difícil.” Y volvió a enumerarme todas las dificultades que nos esperaban en esa noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos habían pegado un peludo bárbaro, que no sólo teníamos que ganar, sino que debíamos hacerlo por no se qué diferencia de gol. Pero para mi sus argumentos sonaban confusos. ¿Acaso él mismo no me había dicho que Independiente era el Rey de Copas, que la Copa, la Copa se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo descomunal, y que en Avellaneda y de noche se morían de frío, y no podían ni levantar las patas del pasto? El trató de convencerme de que, pese a la absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta noche las cosas iban a sermuy difíciles y peliagudas. De todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el “si, si señores, yo soy del Rojo”, y algún otro estribillo para ir matando el tiempo.


Cuando finalmente se acabaron las propagandas, papá encendió la radio Phillips, con su estuche de cuero, que debía ser la primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa). Le bajó el volumen a la tele: ambos sabíamos que los relatores de radio son mejores que los otros.Cada uno ocupó su sitio de siempre. El en la cabecera de la mesa, y yo sobre el arcón de mirar la tele. Acercó la estufa de kerosene de ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la madre del win izquierdo en el bolsillo. Pero la carne es débil. No importa cuánta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni cuánta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o teniendo sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a cabecear apenas empezado ese partido inolvidable. Mamá me dijo varias veces que me fuera a la cama. Pero yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcón, con las patas colgando y pateando en el aire como si estuviese en plena cancha en los escasos momentos de lucidez que tenía en medio de mi mar de sueño. Papá esperó un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo protesté que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo fuerza con los cantitos y las banderas. El me dijo con aire confiado que no hacía falta, que igual sin mí íbamos a salir campeones, que me quedara tranquilo, que los teníamos de hijos.


Ante semejante desparramo de confianza le hice caso y me dormí.A la mañana siguiente mamá me despertó para ir al jardín. Embotado de sueño me dejé vestir, abrigar y conducir a la cocina a tomar la leche. Después ella me sentó en el sillón del living para atarme los cordones, como hacía siempre mientras esperábamos que pasara el micro. Apenas me despabilé un poco recordé la noche de la víspera, y me desesperé preguntándole el resultado del partido. A la luz del día, y después de un sueño reparador, mi deserción de la noche me parecía imperdonable. Ella me miró y dijo no saberlo. Le pregunté por papá, y respondió que aún no se había levantado.Han pasado veinticinco años, pero aunque pasen sesenta voy a recordarlo como si hubiese sucedido hoy. La casa estaba iluminada por uno de esos soles oblicuos y tibios del invierno. Yo tenía el guardapolvo cuadrillé lila y blanco, y la bolsita en el regazo, bien agarrada a la diestra, para no olvidármela (otras veces me había pasado, y me había quedado sin el Jorgito de dulce de leche y sin la taza de plástico para el mate cocido; así que ahora la cuidaba más que a mi vida).De repente oí abrirse la puerta del dormitorio. Y enseguida escuché el clásico arrastrar de las chinelas en el parquet del pasillo. El corazón me dio un vuelco. Lo llamé a los gritos. Entró a las carcajadas, preguntándome el motivo de mi ansiedad. Yo lo interrogué por el resultado, ya totalmente despierto, ya absolutamente pendiente de lo que dijeran sus labios, ya indiferente a mamá terminando de atarme los cordones.


El se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que habíamos salido Campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir Campeón de América.Yo, aún en medio de mi alegría, me hice el tiempo de preguntarle cómo habíamos hecho, si él me había dicho que era muy difícil, que en Brasil nos habían dado un baile bárbaro, que teníamos que hacerles como tres goles, que en el Campeonato de acá andábamos como la mona. El me miró risueño, y sembró una semilla más en el fértil potrero de mis sueños de pibe. “Pero, tipito –empezó, como enunciando una verdad ya reiterada hasta el cansancio-, ¿no te dije que los brasileños ven la camiseta del Rojo y se asustan tanto que no pueden ni mover las patas? ¿No te dije que, con el frío, se quieren volver a su casa a comer bananas para entrar en calor? Por eso te dejé dormir. Porque era tan fácil que nos las rebuscamos sin tu aliento.” Y en medio de mi maravilla impávida, terminó: “Menos mal que te dormiste. Imagináte si te quedás despierto y gritás conmigo: les hacemos veinte goles y no quieren venir a jugar nunca más, y nos quedamos sin nadie a quien ganarle la copa”.


Después me levantó en brazos y cantamos “la copa, la copa, se mira y no se toca”, y dimos la vuelta olímpica a los saltos, por toda la casa. Vino el micro y me fui al jardín de infantes. Supongo que ésos son los recuerdos que se le meten a uno en los recovecos del corazón, y echan cría y se nutren de su propio néctar, y nos marcan para toda la vida. Por lo menos así ocurrió conmigo.Y no me avergüenza reconocer que ahora, ya grande, cuando tengo un problema que me agobia, o cuando me toca sufrir por radio y por televisión un partido de Independiente y me como los codos por la ansiedad y la angustia (la vida me enseñó lo inconveniente que puede resultar fumarse los nervios), siento un impulso difícil de dominar, una tentación casi irresistible que me invita a irme a dormir, a abrigarme en la certeza de que mientras yo sueño, mi papá e Independiente, como duendes laboriosos, van a arreglarme el mundo para que yo lo encuentre refulgente en la mañana. Y queda en mí el mandato inexorable que dictan las fidelidades eternas. Cuando Independiente gana un Campeonato –al fin y al cabo, Dios y sus milagros evidentemente existen- lo primero que hago, en la cancha o en mi casa, es levantar los brazos y los ojos hacia el cielo, abrazándolo a mi viejo a través de todos los rigores del destino, y por encima de todas las traiciones de la muerte.

Lo que pasa es que tratándose del Rojo, de mi viejo y de mí, hay veces que la muerte es una señora que nos tiene un miedo bárbaro. Una vieja podrida a la que, de locales en Avellaneda, le tiramos la camiseta y podemos, de vez en cuando, llenarle la canasta. Todavía me acuerdo de ese número once de cuero blanco, cosido en la camiseta como el de Bertoni.Pero ahora también veo, cuando me fijo con suficiente atención, que mi viejo también lleva lo suyo. Lo tiene ahí, en la espalda, justo a la altura del nacimiento de las alas: un diez de cuero blanco, igualito igualito al de Bochini.
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