lunes, 23 de abril de 2012

EL ÚLTIMO CIGARRILLO


La acción del amor es algo complicada, más cuando la historia es historia y hay un asesinato de por medio. Intriga saber si esas caricias, que recuerda bajo los efectos de una sonrisa genuina y con los ojos eclipsados de pasión,  fueron tan reales como las nuestras o como la consumación de la mediática tragedia de Palermo. Hoy quisiera recordar, entrecerrar mis ojos, revolver el pasado y que éste último cigarrillo se apague con la verdad: él mató a Lucrecia, pero ¿ella lo amaba?
“Te mato porque te amo” se adecúa a éste hipotético caso del que pagaría por no participar. El accionar y los gestos del condenado muchachito ratifican la veracidad en sus sentimientos. Sin embargo,  el eje principal será Lucrecia.  Primero me quiero centrar en ella y en los adjetivos ocultos bajo su terminación de compañía, más tarde habrá tiempo para él.
Lucrecia era desgracia y poesía. Su belleza florecía proporcionalmente a la hipocresía de esa humildad falsa…escondida. Perseverante mujer de armas tomar y hombres besar, obtenía siempre lo que quería. Su armónica perfección y el usufructo económico provechoso del que gozaba por su reciente matrimonio gerencial no fueron los desencadenantes de su muerte, pero sí pistas claves.
Su fama de "femme fatale" y su alma seductora innata la arrastraron a amores descartables y noches eternas, que no resignó ni siquiera por su reciente y novedoso estado civil. Jamás abandonó las excusas para ejecutar esa nómade vida de pernocte, ni el rouge violeta rapaz con el que selló la boca de todos, incluso la de aquel otario y carente muchacho de pueblo: un potencial asesino.
La dama de hierro y el veneno sabor miel de sus besos se toparon con la inocencia cruda del cowboy de Ramallo y nació la trampa. Imposible, a posteriori, no rendirse ante la perfección de esa oda al buen gusto físico y espiritual, que sólo por piedad optaba por dejarle la cabeza a esos títeres a los que ya había conquistado.
Destino cruel y omnipotente cayó como una maldición sobre la luz que crecía y forjó en ella sentimientos "confusos", según textuales palabras de su agenda,  por el analfabeto de "linda sonrisa" al que conoció de rebote, cuando San Juan merendó con Boedo. Un azaroso cupido flechó a la despareja infortunada que conoció la clandestinidad de la ciudad por los espejos retrovisores. El karma de una fisura emparchada hizo efecto retardado en el corazón de la que tantos otros dinamitó y la evidencia, con el cuerpo del lunes puesto y el diario del martes muerto, habló por sí sola. Resultante sencilla de dilucidar, teniendo en cuenta todos los escritos en esa agenda y la sangre en las manos del forense, aunque lo sustancial de este acertijo criminal pasó la furtiva noche que Lucrecia y su amante comerían  fondue en "La Rosadita".
El vehemente pueblerino estaba extasiado. La calle le brindaba una calma única. Las sombras extensas, los vapores cloacales y hasta la asfixia estrecha de los paisajes cotidianos lo cubrían de un hálito de inmunidad impenetrable, lejos de su lúgubre cuartucho en  el Hostel de  San Telmo y de todo lo que debió sacrificar para conseguirlo.  Su destino cobraba un rumbo ascendente- decente  y  con su nueva libertad dobló en Fitz Roy hasta llegar a Honduras. El compilado electrónico, que programó por error en su mp4, cuajaba perfecto con la intensa espera que Lucrecia proponía, pero no con su paladar musical.  Esa espera fue el último atisbo de claridad  en su mente. A partir de allí se pausó en un extravío con la postal que le regaló la vida. Lucrecia en labios de otro. Lucrecia besando a su marido. Lucrecia besándome.
Mi taxi se alejaba mientras esa antigua navaja Remington Arms, que le había regalado su abuelo días antes de abandonar Ramallo, hacía estragos en el cuerpo de Lucrecia. Lo ulterior desfiló por todos los medios de comunicación. Las múltiples infidelidades, la personalidad oculta y la cantidad de veces que la navaja del campesino despechado profanó  el cuerpo de mi esposa fueron consenso y conciencia nacional.  El “loco de la navaja” nació en Ramallo y  se perpetuará en Devoto. Lucrecia ya no está y la colilla del último cigarrillo jadeando en el cenicero indica que llegó mi final. Aún así, con la dolorosa agenda en mis manos y el corazón roto, todavía me rehúso a admitir que ella también lo amaba. 
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