jueves, 5 de julio de 2012

DE CABEZA (COMO DIONISIO Y APOLO)


Nunca lo olvido. La nochecita de ayer me lo recordó nuestro escudo en común, pero la historia se agolpa, con asombrosa vigencia, cada vez que te calentás. La reminiscencia se multiplica en cada una de tus parodias del berrinche huracanado, que me generan una confusa sensación de placidez. Cuando no pulseás contra el orgullo y espichas con la tuya. Cuando firmás el capricho y en tu cara se refleja esa mezcla explosiva de bronca y rencor. Ahí, cuando te siento auténtico y real, retrocedo doce años y me dibujo sólo en la canchita de San José, en el partido más folklorico de toda mi niñez. Me recreo diciéndote que sí, aunque sea que no. Ni vos ni yo lo hablamos mucho. Pero sé que en cada una de estas situaciones permisivas pensamos en lo mismo, confiamos en lo mismo y preferimos dejarlo así. Que el destino quede sellado en tu furiosa ceguera, en mis mentiras impiadosas y en el día que, por seguirte la corriente, consagramos una amistad eterna.
Estabas enojado, para variar. Las madres miraban los relojes, con ganas de terminarlo. Rodrigo se había vuelto a enredar, también para variar, y nos habían empatado sobre la hora. La pelota se había ido al lateral, y se prendieron las luces. Sed de venganza e ira, el combo cabreado  que ofrendaste siempre al manso sosiego aparecía una vez más, como una dádiva hacia la quietud de un equipo habitualmente parsimonioso. Como un presagio redundante. Chocante, misterioso y ajenamente pacífico.
Y te justifiqué, más que nunca y como siempre. Interna y externamente. Contra todos, contra mi propio juicio. Contra los pequeños apólogos de la moral y contra los protagonistas de ese partido-catástrofe. ¿Por qué? Porque conozco tu ambigüedad secreta. Sé que cuando tus terminales nerviosas y tu cerebro estallan aflora lo peor de vos, pero también lo mejor. Y cuando el ritmo de tu corazón te supera en velocidad, tu alma competitiva se eleva para hacer cosas dignas de una saga y concebir la tragedia de Nietzche.

Anoche me encontré una vez más sumergido en las profundidades de nuestros abismos con los ojos abiertos. Apreciando lo despreciable. Admirando sádicas actitudes de marqueses e intentando estudiar una de las tantas rivalidades de ningún tipo que cosechamos. Repasando esa dicotomía dionisíaca y apolínea, donde sepultamos fantasías y alter egos. Omitiendo los contrastes y escribiendo la mejor comedia moderna griega. Biografía memorable y toda compartida. 

Por eso nunca olvido nuestros clásicos de la primaria, ni el lateral. Ni cuando se prendieron las luces y fuiste a buscarla, poseído. Porque fue justo ahí, en medio de esa tormenta de agravios a mi madre, que emergió la profecía y el milagro concluyó su fase apóloga con la siguiente frase: "vayan todos, la puta madre". La camiseta número diez, la parábola  acompasada de tus piernas  y la resolución coreográfica de un centro artístico y apetitoso. El sonido del último impacto y ese instante petrificado previo  a la primera de tantas invitaciones que me hiciste. La sombra blanquecina dibujando un trayecto limpio y viajando con alas a mi cabeza. La única escala hacia esa red derrotada por el resto de la inmortalidad. Y no mucho más que eso. La imágen de Lucas Vega horrorizado. Salir corriendo, desesperado, y encontrarte en el único abrazo que no fue mudo para dedicarselo a los rivales de siempre con bailes y gestos obscenos, después de la montaña de alegría.
 
Ni vos ni yo lo hablamos mucho. Anoche no me hizo falta. Estaba sólo y moquee de lo lindo, de emoción. Me desperté de este sueño inalcanzable de encontrarnos una vez más en ese abrazo, teniendo la certeza de que lo único real se convertirá en algo real si el personaje confía en sí mismo y se atreve a desafiar los límites de su razón, como Dionísio y Apolo. Como aquella tarde en la canchita de San José, cuando conecté tu centro inquietante y ganamos con mi gol de cabeza.
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