lunes, 27 de agosto de 2012

MESSI ES UN PERRO


Por Hernán Casciari

Escribí esto hace dos o tres meses. Pero bien podía haberlo escrito el sábado a la noche, después del cuatro a tres contra Brasil. Esta reflexión apareció en las páginas 128 y 129 de la revista Orsai número seis y, desde que se publicó, me moría de ganas de ponerla en el blog, de contrabando. Solamente esperaba el momento oportuno para que cada palabra tuviera, otra vez, el apoyo de lo inmediato. Y hoy es buen momento. Me reafirmo, entonces, en la teoría del hombre perro.

La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.

Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de la Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.

Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes.

La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los noticieros. Internet explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy difícil de explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si termino de darle vuelo.

Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en mitad del cierre de la revista número seis. No debería estar haciendo esto.

De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes. Pienso que es un video más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es un compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes —de dos a tres segundos cada una— en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae.

No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario.

Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.

Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.

El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o conseguir que se amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros contragolpes. En estos fragmentos, Messi parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.

Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni el resultado ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni aunque lo apuñalen.

¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida. Dejé el video en pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo recordé: eran los ojos de Totín cuando perdía la razón por la esponja.

Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín. Nada lo conmovía. No era un perro inteligente. Entraban ladrones y él los miraba llevarse el televisor. Sonaba el timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba y él no venía a lamer.

Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo) agarraba una esponja —una determinada esponja amarilla de lavar los platos— Totín enloquecía. Quería esa esponja más que nada en el mundo, moría por llevarse ese rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi mano derecha y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de mirarla. No podía dejar de mirarla.

No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se volvían japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de ser los de un preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten en la mirada escrutadora de Sherlock Holmes.

Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un perro. O un hombre perro. Esa es mi teoría, lamento que hayan llegado hasta acá con mejores expectativas. Messi es el primer perro que juega al fútbol.

Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los perros no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroën, no se quejan con el árbitro cuando se les escapa un gato por la medianera, no buscan que le saquen doble amarilla al sodero. En los inicios del fútbol los humanos también eran así. Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de colores, ni la posición adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los goles de visitante valían doble. Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después el fútbol se volvió muy raro.

Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes. Después de un partido importante, se habla una semana entera de legislación.

¿Se hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el siguiente partido y jugar el clásico? ¿Fingió realmente Pedro la falta dentro del área? ¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto está jugando el Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el césped para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo? ¿Desaparecieron los recogepelotas cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer cuando se puso dos a dos? ¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el Tribunal Deportivo?

¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?

No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa deportiva, no entienden si un partido es amistoso e intrascendente o una final de copa. Los perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque estén muertos de sueño o los estén matando las garrapatas.

Messi es un perro. Bate records de otras épocas porque solo hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres perro. Después laFIFAnos invitó a todos a hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la esponja.

Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la historia del hombre. Esta vez ha sido un chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado con la picaresca humana. Pero con un talento asombroso para mantener en su poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde.

Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez. Guardiola dijo, después de los cinco goles en un solo partido:

—El día que él quiera hará seis.

No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma. Lionel Messi es un enfermo. Es una enfermedad rara que me emociona, porque yo amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro. Y es por constatar en detalle esa enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.

Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese momento que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis adentros: hay que tener mucha suerte, Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo de su mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca.

Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia del presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático de este lugar en el mundo y de este tiempo histórico. Porque, me parece a mí, en el Juicio Final estaremos todos los humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73, otro dirá: yo era arquitecto en São Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre dirá: yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché el silencio del Maracaná en el 50.

Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y diré despacio: yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca. Se hará silencio. Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido de Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado. Todos los demás, a las duchas.

TENIS YAMPEIN

Sean bienvenidos ustedes al desopilante show del Big Ben, al carnaval de Notthing Hill, que nada tiene que envidiarle a las comparsas de Gualeguaychu. Al tan temido holocausto de las costumbres en la hierba, que finalmente ocurrió. Si bien todo continúa malva, verde y casto en el Cerro Wynnman, el tenis mismo se hartó del protocolo, los señoritos ingleses y su 5 o´clock. Perdura sí, ese aroma a té de medioevo que supo teñir cada civilizado rincón de Merton durante aquellas dos eternas semanas de leyenda. Pero los veteranos saben que es una pantalla sobre césped. Porque fueron nada menos que los jugadores quienes escurrieron, trituraron y esparcieron las hebras del saquito Isabelino en cada court del Wimbledounyng, destrozando tradiciones y firmando un desarrollo moderno que entorpeció All England. La Catedral aún aparenta. Insiste con su tinte eclesiástica y su cultura clásica, pero es un hecho: la casa del tenis se convirtió en una fiesta poco elegante.  
Los invitados, preclasificados con criterio propio e independiente del ránking, se ríen del Lawn Tennis and Croquet Club, de Suzanne Lenglen, de Fred Perry, del “middle Sunday” y del Centre Court, que hoy sufre raqueta por raquítica y no por el bombardeo alemán de la Segunda Guerra Mundial. La zona residencial, el club y las disposiciones normativas siguen siendo impecables. Pero está claro que toda esa infraestructura, incluidas las casi veinte pistas de alfombra verde cortadas al milímetro con la misma medida, los soportes de las redes de madera barnizados y hasta la pulcritud de los árbitros y jueces del certamen, maquillan una realidad súbita, trastornada y, a ésta altura, imposible de omitir.
Los tabloides ingleses, escandalizados, desdibujan con resultados puestos y proezas sin tie break, las formas y los modales de los jugadores, que definitivamente se han perdido. Mientras el ABC detalla la atronadora ovación por el esfuerzo de Mahut e Isner, Miss Azarenka se pone auriculares y baila reggaetón en la previa de su postergado partido al compás del chicle que masca. Los 105 rugidos en decibelios de Sharapova  y la vuvuzela que se tragó Larcher de Brito fastidian a los rivales, a los comentaristas, a los telespectadores y a la elegancia de una celebración en caída libre.
El Dailly News se aferra a la eliminación de Nadal, sin reparar en que el número uno rompe raqueta por set, en un trueque poco afortunado y reiterado cada vez que Nole va bien. ¿Cómo no sumarse al boicot inconsciente? Cuando Miss Williams, una de las más experimentadas, no sólo opta por hacerse un "sartén shower" de aceite de milanganesa y salir a batallar con el pelo engrasado, sino que además lo hace con un microvestido encogido por Nishikori, el tintorero de turno. Tomando a Serena como parámetro, los tatuajes y las pintadas negras bajo los ojos de Bethanie Mattek-Sands son caricias reverenciales. La estadounidense creyó apropiado camuflarse para la guerra púrpura y copó la parada con un look de jugador de fútbol americano, devenido en guerrero espartano listo para disfrutar un recital de Lady Gaga.
Ni hablar de la madre de Andy Murray, su episodio red hot social y las repercusiones inmediáticas. Durante la pasada edición, Judy no tuvo mejor idea que twittear su cachondeo con Feliciano López, a quien llamó Deliciano. Todo esto, claro, mientras su hijo, el número 4 del mundo, se disputaba un pasaje a cuartos de final nada menos que contra su "toy" sexual.

 Como coronación para ésta fiesta de locos asoma la cortesía argenta del "king" Nalbandian, que sólo por pudor a la "queen" prefirió obsequiarle el puntinazo en la tibia al dolape en el torneo previo al cotejo de las vergüenzas y las desventuras, que finalmente alcanzó su climax amoral con el episodio del halcón Rufus. Porque hablando de argento, nada más argento que un robo pavo e inaudito. En este caso, algún vil malandrín se birló al halcón encargado de ahuyentar las palomas de las canchas, con jaula y todo. La compañía dueña del halcón dejó la ventana trasera del vehículo abierta para que el pájaro tuviese ventilación y chau Rufus galáctico.

Así está Wimbly. Suburbio de nobles, donde la nobleza ya no obliga. Obliga el blanco patrocinador que es historia y toalla. Tirar la toalla, perder la ética y ser despedido de un deporte que supo ser escuela de vida. Sean despedidos, entonces, del 125 aniversario del ex templo inmaculado y vayan espaciando la agenda para la invitación 2013 al festival del Church Road, el nuevo ATP de Castelar. Donde los jugadores batallan ilegalmente en la persistente búsqueda de encontrar alguna nueva manera de corromper alguna vieja tradición. Diganle hasta luego al legendario game británico, que se asemeja más a la previa de Tinelli con Charlotte Chantal que a un torneo profesional de tenis.


martes, 7 de agosto de 2012

LA DECLARACIÓN




Los espasmos arrancaron cuarenta y cinco minutos antes, cuando empecé las maniobras de distracción. Ninguna sirvió. Suelo temblar, sin pasar frío, cuando juego de Dionisio o algo verdaderamente me da julepe. A muchos le pasa. No soy de los que se esconden durante el carnaval carioca, pero tampoco de los que se abren la camisa y usan vincha-corbata, entre tías enajenadas. A esos insoportables y exagerados tipos los admiro... los respeto. Por corajudos, por sumergirse en la oscuridad del abismo con los ojos abiertos y putear en voz alta. Distante, entonces, de animarme a contestar la pregunta y errar, no resulta ilógico que el protagonismo me genere esa tensión en situaciones in extremis. Sin embargo, los temblores de anoche fueron extrañamente distintos a todos los anteriores y paradójicamente familiares. Asumí la irritante alarma de mi cuerpo como un aviso, comprendiendo lo difícil del asunto. Reconocí  los nuevos (viejos) síntomas, los asimilé y, luego de varios minutos de estampilla, logré identificar mi vieja (nueva) enfermedad. Dentro de mi obtusa y confusa exacerbación secreta,  emparenté finalmente estos ataques espasmódicos con la velada inolvidable que besé a mi única fémina de ensueño. La incertidumbre y la excitación fueron mellizas. Las puntadas nervudas un poco menos agudas, pero con equidad de duda. Aquella noche no jugó Boca, pero como humilde Romeo de mi amada Julieta, gané mi Libertadores. Anoche, Boca perdió y lejos estoy de una partida estratégica con objetivos de objetividad imposibles para un corazón sin Copa. Lejos estoy de arrepertirme de lo que suelto, porque para eso habrá un mañana. Un pesaroso mañana. Lejos estoy de secar lágrimas y creerlas en vano. Lejos estoy de comprender mi Prode errático, el de mi hermano y el de Papá. No lejos por perder...la cabeza, ni el partido, que quede claro. Lejos, geográficamente hablando. Lejos por cercano que parezca. Cerca por el cariño y por el valor de la enseñanza. Porque Boca fue la excusa perfecta y el desenlace una recta señal para comprender lo que, irremediable y naturalmente, me pasa también cuando juegan la Selección o Del Potro. La misma sensación que cuando compito en algo y por todo. Por todo, lo que sea y aunque no valga nada, incluso aunque pague yo. Como cada lunes de Penalty, cuando el frío helado se apodera de mí precalentando y me hago una pizarra de nervios. Ese adictivo frío, esa viciosa y reiterativa adrenalina que emerge en forma de espasmo sudoroso, de miedo pausado y de cita con fémina de ensueño. Prueba cabal de mí enamoramiento y, por sobre todas las cosas, de una auténtica e irrevocable declaración de amor al deporte.
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