viernes, 3 de febrero de 2012

GUIDO MARTIN FALASCHI

Fue su gran domingo, sin duda. El sol cae a plomo sobre el Eusebio Marcilla y enceguece su faz incrédula. Los micrófonos rastrean al protagonista. El gringuito de Las Parejas no lo asimila, la exitosa situación lo supera. Ha ganado su primera carrera dentro del Turismo Carretera en Junín, arrinconando a pilotos de la talla de Norberto Fontana o Gabriel Ponce de León y despreciando las aptitudes del joven Mauro Giallombardo. Guido Martín Falaschi tiene apenas 22 años y un colosal futuro por delante. Sus sueños tienen nombre propio y no necesita ningún apellido para motivarse. Hijo único, nacido en Santa Fe, y afincado en San Isidro, el grandote descubrió su gusto tuerca a través de autitos a control remoto nafteros cuando apenas podía terminarse el cereal. Al compás de su ímpetu y sus virtudes fue derechito a la categoría Karting Sthil, logró el primer triunfo de su historial en la tercera carrera y se recibió oficialmente de mini piloto por vocación, antes de ganar cinco campeonatos consecutivos y viajar con su talento made in casa a la Fórmula Renault.
El estreno en autos con techo llegó rápido. Falaschi no sucumbió y haciendo valer su repertorio altisonante superó con éxito el desafío del TC Pista. Actuaciones enciclopédicas, indicios de prodigio con sello de crack, subcampeonato propulsor y salto en alto: TC y Top Race.
Echó raíces en ambas categorías y siendo uno de los tantos jóvenes prometedores hizo la América tras un épico mano a mano con su amigo Agustín Canapino. La simpatía se quebró, el éxito llegó y la amistad flaqueó. Ambos presintieron la agigantada sombra del otro en su camino y pese a que se repartieron laureles y claveles nunca vencieron los fantasmas del ego en pista. Y entonces se soltó: pasó al HAZ, debutó en TC2000 y se alejó del Sportteam, pero sobre todo de Canapino.
Lo ulterior a la pole provisoria del viernes y la ratificación del sábado en Balcarce es la mismísima aterradora crónica, con accidente y final trágico, que el azar y el cliché del 13 de noviembre le brindaron al descorazonado Principito, a este chivo expiatorio de la generación vehemente, al atrevido y descarado piloto, que encerraba toda su perspicacia en aquel metro noventa y pico de buen tipo.
Aquel podio será la postal eterna, un nostálgico testimonio dominical de talento y la mejor despedida. El eco del motor aún delata su procedencia intergaláctica y un gimoteo colectivo incesante. Como bien indica el sarcástico libro de Antoine de Saint Exupery, “el país de las lágrimas es muy misterioso y nosotros, que comprendemos la vida, nos burlamos de los números” (57 muertes en TC). Y aunque no estuvo perdido en el Sahara, ni tuvo averías en un tácito avión de fantasía, este Principito también llegó desde otro planeta. La propiedad de su talento, las travesuras de su genio cuasi adolescente y los pases mágicos al volante lo avalan. Vino a la tierra para aprender un poco y terminó enseñando mucho. Le bastaron diez segundos, esos que contuvieron toda su vida, para dar la cátedra final de una materia que fue aprobando a medida que la domesticaba.

“Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día, cada uno pueda encontrar la suya”. Víctor y Graciela, sus padres, ya lo hicieron. Su historia, irónica crítica a las cosas importantes de la vida y sus prioridades, prohíbe contener el sollozo de un pueblo entero que carga su ataúd a pulso tembloroso durante gélidas horas hasta el cementerio de Las Parejas, su planeta preferido.

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