miércoles, 12 de agosto de 2009

Curiosidades

Permuto, no vendo

Guardóse con sordidez la pieza de envés al satélite y entre las ancas del vilipendio serpenteó ese tesoro que de anverso le permutó por vehemencia a Delgado.

viernes, 7 de agosto de 2009

Jean René Lacoste


Porque al fin y al cabo uno puede creer lo que quiere. Todo tiene en su punto de inflexión una explicación o justificación por más ínfima que sea. Pudo haber sido entonces por su obstinada tenacidad al deglutirlos, por el viscoso espíritu sanguíneo que los envolvía en la red de un barnizado set, por ése carnívoro instinto defensivo o por su innata alma ovípara, pero más convence la simple historia de la cartera. Convengamos que por aquel entonces el joven René no era el Mosquetero René, ni siquiera el innovador Jean René, era un intento de rana dando saltos sobre los courts. Por eso convence más la farfulla del bolso. Porque el parisíno no se volvió analítico ni obsesivo hasta que tuvo la posibilidad de practicar el tenis cerca de los 15 años. Tenía mucho talento natural, pero no deportivo. Su quisquillosa fineza para la observación y sus puntillosas anotaciones lo fueron etiquetando con el tiempo como el cuasi tácito meticuloso y exquisito jugador de fondo que fue. Cuatro Copa Davis, tres Internacionales de Francia, dos Wimbledon, dos Forest Hills, una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de París y su posterior capitanía en el team francés avalan el rótulo para este detallista colonizador novedoso. Y tiene más argumento creer que en una gira por Norteamérica, el minúsculo bosquejo de René quedó encandilado por esa lujosa maleta de piel de caimán y aseguró comprarla si ganaba su próximo partido. Tiene coherencia porque encima perdió, porque la burla de sus pares lo atormentó...pero el apodo de "cocodrilo" le calzó a la perfección y a partir de allí su difusión fue fugaz como su carrera tenística. Un cocodrilo verde con la mandíbula abierta sedienta de ace y una cola girada sobre su espalda emulando un revés comenzó a dilucidarse bordado en el atuendo de la nueva deidad tenística de aquellos años: Jean René Lacoste. El instaurador de la tecnología en una red, de la robótica y metódica devolución artificial dejaba entrever vestigios de hombre de "bussines" y prefería abolir esa incómoda camisa por la polo-piqué antes que dedicarse a sumar alguna que otra proeza de smash. Y a partir de allí, la marca encapsuló al jugador y a todas sus inspiraciones. Sus edificadores aires de "gentleman" no le permitieron extender su carrera y tuvo que avocarse de lleno a otros fines. Supo ponerse en la piel del sudor por jugador y esa raqueta de chapa le dio acero de campeón o al revés. Su apática flaqueza no denotaba esa enfermedad que agilizó el trámite del precoz retiro. Paisajista pintón de la Costa Vasca, se refugió con toda su falta de aire cerca de San Juan de Luz, donde su suegro creó un curso de Golf que disfrutó con fruición. Porque al fin y al cabo uno puede creer lo que quiere pero depende sobradamente de los argumentos o alegatos que se expongan. Lo que si está claro es que Lacoste coordinó la mano con el ojo, evaluó los límites y se hizo mi...bi...trillonario gracias a que no durmió ni fue cartera. Y fue por ese insistente achaque bronquial que el heptacampeón reptil dejó de respirar abrazado a sus siete grandes títulos, su campeonato mundial, y esa lujosa maleta de piel de caimán.
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