Nunca entendió mucho de tenis ni de tenistas, pero como en el establishment de la ostentación se siente aburguesada y se maneja con holgura, la blonda diva quiso saber, de chusma nomás, cuanta plata había embolsado el muchacho en el raid de sus victorias deportivas.
Rápido como su drive, el desacatado novato contragolpeó: "no tanto como ganás vos". Juan Martín Del Potro es un atrevido, ya no hay dudas de eso. Si algo tenía que pasar para ratificar aquel adjetivo que se había ganado durante el raquet-tet con Susana, ya pasó. Fue en ese intrépido acto reflejo, en ese picante episodio pre-hazaña que dejó entrever los vestigios de osado y desafiante teenager sin pelos en la lengua con la mentalidad de un potencial campeón.
Y si en un futuro próximo tenía pensado escupir el puré de la Chiqui y sostener parcamente que la rosa rococó le gusta blanca y no rosada para darnos más indicios, que no lo haga, porque con la última consagración la mano viene clara.
A priori uno lo descarta, pero haciendo un minucioso análisis y marginando los contextos, las situaciones se chocan. Se unen en lo sorprendente. Se atraen por un mismo factor: lo inesperado. Juan Martín Del Potro no rompe los libretos, porque ni siquiera los tiene. Porque pese a que su taciturno andar y sus pesarosos movimientos lo fueron menospreciando en los pronósticos cada cambio de balls de cualquier chance importante, no se rindió. Porque con ese distorsionado y craso vozarrón puso en apuros a la desconcertada reina; y con todo su lógico hastío por falta de timming desquició al astro helvético.
Para místicos y escépticos, este argentino en New York sin bigote ni la Oreiro le dio cátedra al uno y al dos; y levantó la copa después de 32 años sin ser de avellaneda. La atlética reencarnación de Fido Dido se encurdó a tope con lubricante bardahl, adquirió la potencia de un fórmula 5 del mundo y con resaca arrasó contra todo lo que se animó a devolverle una pelota. Pavada de tarea para un nene que comía Zucaritas en tazón y se maravillaba con las proezas que el propio Roger realizaba, mientras se alquilaba un puesto en el top ten del planeta. Y basado en eso, no en sacar el tigre que había en él, sino en esa profunda admiración, no resulta rara su desventaja en el inicio de la finalísima. Ni las cuatro derechas en órbita, ni las cinco derrotas en seis enfrentamientos.
Un set y varios games resignó hasta entender que no siempre la pedantería argentina es inútil. Cuando la Torre se animó a sumirse en la confianza de ese passing paralelo que puso en jaque al indefenso y solitario rey, todo fue música para su raqueta. Comenzó a divertirse en el Arthur Ashe, emulando al otro Potro, al cuartetero cordobés, y bailó al cadencioso ritmo de sus hirientes impactos que opacaron el agudo registro del yodel suizo. Hambre, alma y psiquis relajada: Jaque mate.
La sentencia de ésta intrincada partida de ajedrez tiene su explicación en la incesante evolución de la joven mente brillante. Y fue el pico más alto de un certamen que fue mucho más que ese millón de euros. Fue la frustración por arrebatarle el sueño a su coterráneo, fue barrer los restos de un ex número uno del mundo, fue pintarle la cara color desesperanza al frontón español. Fue, sin dudas, mas fácil tocar el cielo con las manos con su 1.95 venciendo al Dios de ésta jurisdicción. El final de un sueño, la independencia de una promesa y el comienzo de una leyenda, que nació cuando ese lungo muchachito de tandil decoró con un tímido revés el paisaje de las sierras, a las que siempre respetó.
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